Educación: más demagogia y populismo.

Tras el falso concepto de gratuidad y de ingreso irrestricto a la universidad se esconde la decisión de seguir nivelando para abajo y condicionar al nuevo gobierno.

Autor: Editorial de La Nacion - 06/11/2015


El Senado convirtió finalmente en ley una iniciativa legislativa que será otra pesada herencia para el país y para quienes tengan el desafío de implementar mejoras en el ámbito universitario. Sus bases son el facilismo y la demagogia. La flamante y absurda ley utiliza el falso concepto de gratuidad para esconder el grave problema de la calidad de la educación universitaria en nuestro país, habla irresponsablemente de acceso irrestricto sin tomar en consideración la importancia de evaluar las capacidades de quienes aspiran a un título terciario y elimina los criterios de regularidad necesarios para continuar ostentando la condición de estudiante.

Hace dos años, la Cámara de Diputados, con el voto del oficialismo y el rechazo de la oposición, aprobó un disparatado proyecto de la diputada Adriana Puiggrós (FPV-Buenos Aires) que, con una superficialidad que asombra, enjuicia al sistema universitario europeo y al anglosajón.


En los fundamentos del proyecto de la legisladora hay un banal intento de explicar la crisis contemporánea de la educación universitaria sin tomar en consideración que nuestras universidades han dejado de tener un lugar relevante en el mundo. La sola lectura del texto en el cual argumenta en favor de su propuesta permite comprender el retroceso que significa la modificación, que en nada contribuye a una educación más igualitaria y de mejor calidad.

La sanción definitiva producida en el Senado fue lograda luego de un tratamiento exprés, como ha sido el rasgo característico de la vida parlamentaria de la última década. La Cámara baja, hace dos años, tampoco había ofrecido una verdadera discusión sobre la ley.

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El proyecto ni siquiera fue explicado por el oficialismo. Solamente el diputado Eduardo Amadeo, por la oposición, presentó objeciones fuertes que merecían al menos ser contestadas por la bancada mayoritaria. Planteó que en las universidades públicas argentinas el 34% de los estudiantes provienen de los sectores de mayores ingresos y solamente el 12%, de los más pobres. A ello habrá que sumar que, en nuestro país, el promedio de permanencia en los claustros de estudiantes de carreras cuya currícula prevé cinco años llega a ser de siete, a diferencia de lo que ocurre en otros países de América latina. La realidad del "estudiante crónico" genera en la vida universitaria, entre otros, mayores gastos en salarios docentes y no docentes, en infraestructura y en investigación. Esa situación ha sido muy bien resuelta por muchas universidades privadas, que han puesto límites al tiempo con que cuenta un estudiante para concluir sus estudios superiores.

La ley sancionada remite a un tema central que la Constitución nacional reconoce en términos amplios, pero que merece ser adecuadamente legislado. ¿A quién beneficia la falsa gratuidad concebida en términos absolutos? ¿Quién sostiene el gasto que demanda la educación superior? ¿Qué hace realmente la universidad por la igualdad de oportunidades? ¿Hay mecanismos que tornen más equitativo el aporte social a la educación superior?


Agregó Amadeo que solamente 26 de cada 100 estudiantes universitarios logran graduarse en nuestro país, lo cual demuestra que el actual sistema arrastra muy serios problemas. Es una hipocresía sostener que la enseñanza integra socialmente cuando es tan alto el número de fracasos en los estudios terciarios. En esos términos la educación no resulta ni inclusiva ni equitativa.

Cuando el Senado aprobó ese proyecto, el 28 del mes pasado, una página y media le alcanzó para transcribir las razones que tuvieron los legisladores para sancionar la ley.

La norma establece la gratuidad de los estudios universitarios, lo cual carece de efectos en el actual contexto, en el que ya es gratuita. No parece una mejora progresista, ya que el criterio no es brindar ayuda a aquellos que encuentran limitaciones económicas para acceder a ella, sino también a quienes pueden costearla. Curiosamente, el Estado no puede garantizar el 82% móvil a los jubilados ni dejar de cobrar el impuesto a las ganancias sobre salarios muy bajos, pero sí se encontraría en condiciones de dar el beneficio, que más bien habría que llamar privilegio o canonjía, de la educación gratuita a los que más tienen.

Además, la ley establece que todos los que aprueben la educación secundaria pueden ingresar de manera libre e irrestricta a la enseñanza universitaria. De ese modo, limita todo mecanismo inicial de evaluación y preparación para el ingreso, nivelando una vez más para abajo.

Ha resuelto sin argumentos que el fin del secundario es el pase a los estudios superiores. Sólo podrá haber, según la nueva ley, "procesos de nivelación y orientación profesional y vocacional", pero de ningún modo exámenes o evaluaciones sobre la capacidad para ingresar a la universidad. Para la nueva ley, todos están en condiciones de ingresar. Las capacidades para llevar adelante una educación universitaria no pueden ser evaluadas de ahora en adelante.

La prohibición de restricciones al ingreso puede generar serias consecuencias. Dejará de tener importancia el número máximo de alumnos a los que cada facultad puede brindar educación, lo cual impacta necesariamente sobre la calidad de la enseñanza.

La ley en cuestión también elimina las pautas de rendimiento académico mínimo exigible. Según el texto derogado, los alumnos debían aprobar por lo menos dos materias por año. Ahora serán las universidades las que se encargarán de dictar normas sobre regularidad. En términos prácticos, ya no es necesario dar un determinado número de materias para seguir siendo estudiante universitario, lo cual tiene, entre otras consecuencias, una importante significación para la política universitaria. El claustro estudiantil, con la nueva ley, podrá ser integrado por alumnos que no cumplan con ninguna exigencia académica.

Ingreso gratuito, irrestricto y sin reglas de regularidad es una combinación cuyas consecuencias preanuncian un futuro nada prometedor para la educación superior. Tales beneficios serán banderas de los dirigentes estudiantiles, que ahora no necesariamente van a ser alumnos con un número mínimo de materias aprobadas. Es posible aventurar que habrá muchas marchas y manifestaciones en reclamo de menores exigencias aun fomentadas por quienes ya no deberán al menos acreditar requisitos mínimos de regularidad.

La nueva legislación retrocede también en cuanto a la competencia de las facultades pertenecientes a universidades con más de 50.000 alumnos para establecer el régimen de admisión, permanencia y promoción de los estudiantes. Ahora serán solamente las universidades las que cuenten con atribuciones para definir esos aspectos.

El riesgo para la salud de la población determinó que las facultades de Medicina crearan programas de preparación y evaluación de los ingresantes y establecieran requisitos para la etapa de formación en la que interactúan con los pacientes. La nueva ley les restringe esa atribución.

El apuro por sancionar la modificación de la ley de educación superior no es ingenuo. Impone una nueva limitación al próximo gobierno. Irresponsablemente, sin dar explicaciones consistentes, el Congreso que se despide intenta condicionar la acción del que viene con la intención de hacerlo fracasar, sin importar los gravísimos conflictos que deja sembrados.